Llevo algo más de 20 años predicando en las aulas y las organizaciones que se deben gestionar bien las agendas, escribir lista de tareas del día, lista de proyectos… y esas cosas que todos sabemos y que nos cuesta tanto hacer y aún más mantener. Pero me doy cuenta ahora que nunca les he insistido a mi alumnado, clientes, colaboradores o similares que se afanen en hacer también listas de:
- actividades fuera del trabajo que les gustaría/les ilusionaría hacer,
- personas que les impactaron en su vida,
- otra de las que les gustaron o a las que quisieron,
- lugares que añoran de tu infancia o juventud,
- olores o sabores que tienen almacenados en la memoria y hace tiempo que no aprecian,
- incluso personas a las que hicieron daño o creen que se lo hicieron («Me llamo Earl»)
- …
Ahora sería más vehemente en aconsejarles que hicieran esas nuevas listas y que no dejaran de ir a reencontrarse con esas personas anotadas en las mismas (no importa cómo o dónde estén ahora), que volvieran a visitar esos lugares, que buscaran los olores y sabores perdidos…
Ya se sabe… la historia esa de que una persona o directivo feliz y motivado es mucho mejor para la organización, para su equipo, para el cumplimiento de los objetivos…
Y para eso, siendo coherente con mi magisterio y la ortodoxia del manual al uso, tendría que aconsejarles que revisen sus agendas diarias y que se aseguren de reservar tiempo específico para las actividades que emanan de estas listas «alternativas» que he mencionado.
Pero no sé, me da a mí que entonces se empezará a perder el encanto de esas nuevas listas, cuando sus interesantes y líricas actividades se entremezclen en las agendas con las otras más prosaicas y sesudas de los quehaceres cotidianos. Le tendré que dar una vuelta, a ver…