Aquella soleada mañana de octubre lo primero que sentí en esta vida fue su mano cogiendo con delicadeza la mía.
Aún no había sido capaz de abrir los ojos y temblaba de frío en un entorno hostil y desconocido.
Había dejado de escuchar aquellos latidos de su corazón que tanta seguridad me daban y algo me quemaba en el pecho.
Pero el contacto de su mano me reconfortó y me animó a enfrentarme a una vida que ella sabía que no iba a ser siempre fácil, pero que merecía la pena intentarlo.
Me transmitió la serenidad y la fuerza que necesitaba en ese momento de incertidumbre y miedo que todos hemos sufrido.
Por eso tiré para adelante, di una bocanada fuerte y entonces lloré.
Ese mismo mensaje lo repitió durante lustros, con formas, palabras y gestos diferentes y ante situaciones complejas y temores que se me presentaban.
Han pasado casi 58 años desde aquel día y en esa tórrida noche de agosto, quizás lo último que ella sintió en esta vida fue mi mano apretando la suya.
Quiero pensar que, igual que me pasó a mí, ella pudo sentirse reconfortada y animada. Acompañada.
Que mi gesto le ayudó a vencer ese miedo y desconcierto en ese trance que pasaremos todos.
Ella no pudo expresarse ni llorar. A ella se lo habían puesto más difícil.
Pero un tímido apretón suyo en mi mano me lo confirmó.
Por un instante le ganó la batalla a esa enfermedad que le nublaba su conciencia y sus recuerdos: aparecieron nítidas en su memoria todas las emociones que había compartido y las caricias, besos y abrazos de la gente que la había querido.
Y se fue tranquila, serena.
15 Agosto 2021