En los últimos meses, en su casa,
nuestras cortas conversaciones
no podían versar sobre algo situado en el espacio o el tiempo,
porque eran zonas que no controlaba ya.
Se centraban en emociones de una vida,
no siempre fácil y placentera,
pero que había transitado feliz, en su mayor parte.
Buscábamos los dos, no sin cierta dificultad, esos recuerdos y momentos dichosos.
Me gustaba decirle, de forma insistente, que su principal empresa en esta vida
la había culminado, con mi padre, de forma sobresaliente.
No dejaba de recordarle que su legado no se queda ahí, con nosotros dos,
que continuaba con los otros cinco jóvenes que se encargarán asimismo de proyectarlo.
Yo notaba que eso lo entendía,
que agradecía mis palabras de una forma tan sincera que me hacía estremecer.
Pero pronto, cerrando los ojos, cansada, dejaba caer su cabeza sobre la almohada
y volvía a esa dura oscuridad o confusión que la tenía atrapada irremediablemente
Me gusta pensar que esta puñetera enfermedad
no va a poder cargarse ese escondido pliegue en su cerebro,
donde guarda, como un tesoro, esa convicción.
Y que podrá, aunque muy de vez en cuando,
salir de la sombras,
encontrarla y volver a disfrutarla,
ahora ya ella, en soledad.
Sin mí. Sin nadie.
Hoy salió de casa, en camilla,
hacia su nueva morada, sin fecha de regreso.
Como siempre lo ha hecho,
de forma discreta, tranquila, resignada,
pidiendo perdón por las molestias
y dando gracias por las atenciones.
Salió en un día soleado, brillante, impropio de un mes de febrero,
disonante con los sentimientos tristes de nuestros corazones.
Salió y su fino cabello blanco agradeció aquellos cálidos rayos de sol
que no había recibido desde hacía tiempo.
Y la hicieron aún más bella por dentro y por fuera, si cabe.
Aún no se ha ido
pero es como si lo hubiera hecho.
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